El derecho de opinión, ese logro indiscutible del Estado de Bienestar, es delicuescente (absorvente, disolvente). No siempre tenemos derecho a opinar. Por oportunidad o por conveniencia, hay ocasiones en que el derecho a opinar puede ser obstructivo. Es el caso del argumentario de Vox.
Vendría a ser como ofrecer cátedra al “y tú más” aznariano. Utilizado como herramienta de sabotaje, puede llegar a ser delito. Como es el caso.
Y llegado el caso, en peligro de daño mayor, sería punible, condenable, execrable, merecedor de censura y hasta juzgable y con penas de multa o cárcel en función de la gravedad.
Siendo un logro del Estado de Bienestar, no se puede permitir que ponga en jaque al mismo Estado de Bienestar.
Bien sabemos que la estrategia de los ofendiditos cuando no les queda otra, es la queja por la queja. Y hay que aprender a decir como a los niños respondones: tú te callas.
En lo público (ilegalización de partidos que demostradamente recurren a él) y en lo privado (con un contundente “te calles, niño” cuando alguien nos dé la brasa).
Hay extremos en que se convierte en un suplicio, no oir más que quejas y más quejas cuando te estás esforzando en ofrecer alternativas. Y como tal suplicio funciona como enfermedad, manifiesta en el quejumbroso, y latente en quien lo tiene que aguantar. Una inflamación de la queja, muy respetable, pero que inflamada pasaría a ser “Quejitis”. Ya digo, reprobable siempre y a veces condenable.